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KILOS POR GRAMOS: A VECES CRECER TAMBIEN ES PERDER EL EQUILIBRIO

  • Foto del escritor: ÁNGELA BELLÓN REY
    ÁNGELA BELLÓN REY
  • 26 may
  • 4 Min. de lectura

Todos los domingos de mayo, la sala madrileña Nave 73 ha acogido "Kilos por gramos", una obra de teatro dirigida por La Tremenda Compañía y escrita por Tania Malvar, basada en su propia experiencia. Esta autoficción nos sumerge en un viaje emocional que explora la amistad, la adicción y la búsqueda de identidad en un contexto de precariedad laboral y afectiva.


Texto: Ángela Bellón (@angela_br99)

Kilos por gramos es mucho más que una historia sobre juventud, fiesta y búsqueda de futuro. Bajo su estética rave y su energía desbordante (al más puro estilo Euphoria), la obra se erige como una profunda oda a la amistad. De esas que duelen, que incomodan, pero que salvan. De esas que desde al otro lado de la butaca te dan ganas de saltar a la acción.


Kilos por gramos es una autoficción que se mueve entre la amistad, la adicción y la precariedad emocional. Se estructura en tres fases —idealización, luna de miel y decadencia— que no solo aplican al consumo (de cafeína, de afectos, de expectativas), sino también a los vínculos tóxicos que vamos arrastrando. Posiblemente, lo más loable de la producción es cómo consigue ponerte ahí, justo en ese momento en el que das todo por algo o alguien, solo para acabar recibiendo lo mínimo. O nada.



Ana y Ali son dos amigas que, al terminar la universidad, deciden mudarse a Bristol con la ilusión de empezar una nueva vida. Pero lo que prometía ser una aventura cargada de libertad y descubrimiento acaba convirtiéndose en una espiral de dependencia emocional, precariedad laboral y noches interminables. Como si Susana y María de La Llamada en vez de haber pasado un verano divino en el campamento La Brújula se hubieran metido de lleno en una rave infinita en el mismísimo Fabrik.


En medio del caos, de los trabajos precarios y los vínculos fugaces, la única constante entre ellas es esa relación tan intensa como compleja. Porque Kilos por gramos habla de ese tipo de amistades donde se da todo —presencia, palabras, cuidado, silencios— sin calcular cuánto se recibe a cambio. De esa forma de quererse que implica, a veces, decir lo que el otro no quiere oír. Y hacerlo sabiendo que va a doler.


En un entorno donde todo se tambalea, donde no hay familia cerca ni raíces que sujeten, la amistad se convierte en hogar y espejo. Pero también en límite. La obra captura ese momento preciso en el que el cariño se confunde con el aguante, y donde el amor se convierte en una forma de gritar: “tía, esto no va bien”. Porque sí, a veces quien más te quiere es quien te confronta, quien te planta cara cuando todo el mundo te da la razón (o en este caso, sigue bailando contigo en las noches de pupila llena).


Estar lejos de casa, como lo están Ana y Ali, a veces hace más difícil mantener los pies en la tierra. En Bristol, todo parece posible pero también todo se desdibuja. El ritmo, la presión, la necesidad de pertenecer, acaban por diluir la identidad. Y en ese vaivén emocional, la amistad se convierte en ancla y amenaza al mismo tiempo.



El elenco —Cristóbal Amorós, Andrea Gober, Álvaro Málaga, Tania Malvar y Mario Saura— ofrece un trabajo muy físico y muy sincero. Hay momentos de gran energía, pero también espacios de vulnerabilidad que desarman. No hay concesiones a lo melodramático: todo se dice desde la cotidianidad, con gestos pequeños que cargan mucha historia.


El montaje, con su estética minimalista y su música electrónica, refuerza esa sensación de inestabilidad constante. Hay momentos casi oníricos, otros de realidad cruda. Y en medio, ellas: dos jóvenes intentando sostenerse mutuamente mientras todo a su alrededor (y dentro de ellas mismas) se tambalea.


Kilos por gramos es una obra que, entre luces de fiesta y palabras que cortan, nos recuerda lo esencial: que crecer duele, y que hay amistades que, aunque se rompan, dejan una huella imborrable. Un testimonio generacional cargado de verdad, de cariño incómodo, y de esa ternura salvaje que implica decir lo que nadie más se atreve.


Lo que hace que Kilos por gramos resulte tan auténtica es, precisamente, que está escrita y representada por gente que pertenece a la misma generación que retrata. Tania Malvar —autora y también parte del elenco— forma parte de esa Gen Z que ha crecido entre la promesa de que todo es posible y la realidad de que casi nada está garantizado. La obra no intenta explicarnos desde fuera, ni traducir códigos ajenos, sino que habla desde dentro de esta vorágine posadolescente en la que muchos nos hemos visto reflejados: trabajos mal pagados, vínculos inestables, casas compartidas, ansiedad, expectativas que no se cumplen y esa mezcla constante de euforia y desorientación. Todo interpretado por un reparto joven que no actúa como si recordara cómo fue esa etapa, sino que la vive (o la ha vivido) muy de cerca. Y eso se nota. Se siente. Y se traslada al patio de butacas.


Y es que no se buscan grandes discursos, pero lo que plantea —la soledad compartida, el autoengaño, la necesidad de pertenencia— cala hondo. Hay un lenguaje generacional, una forma de contar que apela directamente a quienes han vivido en carne propia esa mezcla de entusiasmo y desencanto que suele acompañar a los primeros pasos fuera de casa, fuera del país, fuera del guion.

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